This article by Professor Pia Riggirozzi appeared originally on the blog 0f Fundación Carolina on the 30th March 2020 https://www.fundacioncarolina.es/wp-content/uploads/2020/03/AC-12.2020.pdf
Introducción Una de las verdades entre las incertidumbres que provocan las pandemias es que enfermedades de pronta transmisión y largo alcance, como el coronavirus, propulsan la inequidad, menoscaban los logros económicos de los países y de su ciudadanía, y obstaculizan los objetivos y programas de desarrollo sostenible. Sumado a ello, la pertenencia racial, los sesgos culturales y los roles de género son factores que profundizan desproporcionadamente los riesgos de las poblaciones más vulnerables (y vulneradas).
Estos son desafíos de política pública. Como la mayoría de los ámbitos de la política social, la salud pública ha sido tradicionalmente un área sensible, donde la instancia dominante de organización y provisión política ha sido el Estado. Sin embargo, muchos determinantes de la salud se extienden más allá del territorio nacional. Efectivamente, hay determinantes de salud pública, asociados con enfermedades, que migran a través de la porosidad de las fronteras y de las economías interdependientes.
El Estado aún ejerce un poder regulador indudable e indiscutible sobre las decisiones en materia de salud pública en sus propios límites territoriales. Pero por su alcance e implicancias como problema transfronterizo y global, la salud se convierte también en un elemento central de la política exterior.
Desde la década de 1990, ha habido crisis mundiales originadas por pandemias, como el virus de inmunodeficiencia humana (VIH) que causa el sida, los brotes del síndrome respiratorio agudo severo (SARS) en China y Canadá, o la propagación de la influenza pandémica A (H1N1) entre México y Estados Unidos; fenómenos que no respetan las fronteras estatales o la noción de soberanía. En consecuencia, los desafíos en materia de enfermedades transmisibles, desarrollo de sistemas sanitarios y avance de la ciencia y la tecnología de la salud, se plantean cada vez más como cuestiones de seguridad mundial, por lo que están sujetas a la coordinación internacional en lugar de a las autoridades locales o regionales.
En este marco nos preguntamos, ¿cuáles son las posibilidades, si las hay, para que las instituciones regionales, de manera general, y las de América Latina, de manera particular, lideren y dirijan la gobernanza de la salud?
Algunas de las premisas críticas para detener las pandemias son la distancia social y el liderazgo político. Ambas afectan a las posibles respuestas regionales. Elaborando este punto, el presente análisis plantea que, a diferencia de la década pasada, la pandemia del coronavirus se extiende en una región donde el distanciamiento político entre sus países y la falta de liderazgo limitan la posibilidad de alcanzar políticas concertadas en términos de gobernanza regional sanitaria. Esta situación es problemática, entre otras cosas, porque la crisis de salud global, desatada a raíz de la expansión y rápida propagación del coronavirus, genera una amenaza hacia una región que tendrá consecuencias, no solo en términos de morbilidad, mortalidad e impacto en los sistemas de salud, sino también en la actividad económica y en la movilidad de la población, todo lo cual requeriría respuestas en múltiples niveles de gobernanza.
La gobernanza regional está en crisis, y la tensión dominante se expresa en clave político-ideológica, como una pérdida de lo que otrora se identificara como “geopolítica de la salud”. Es decir, hay una clara erosión del pensamiento y práctica de la gobernanza regional sanitaria, que a principios de siglo se había institucionalizado en las nuevas formaciones regionales.
Este texto revisa los desafíos que la actual pandemia supone para la gobernanza regional de la salud en América Latina. El trabajo presenta un análisis de las perspectivas del regionalismo sudamericano en términos de salud pública, sus rasgos definitorios como diplomacia regional —que afectan a la política nacional y global de la salud—, y los desafíos de cara a la gestión del coronavirus. A continuación, se ofrece un análisis crítico sobre las respuestas de los gobiernos ante la crisis desatada por la pandemia. Finalmente, se reflexiona sobre las oportunidades que la crisis podría generar para reconstruir una gobernanza regional en salud.
La salud como geopolítica regional: perspectivas del regionalismo sudamericano
El regionalismo es una herramienta de gobernanza crucial para el amparo y el refuerzo de la soberanía de los Estados. En América Latina, ha sido así desde las independencias, cuando la región emergió como un espacio de identificación y defensa de los intereses comunes, y el regionalismo se convirtió en una plataforma para negociar y reforzar la autonomía frente a actores externos. Unidos pero soberanos, fue la razón de ser que definió los objetivos estratégicos de este regionalismo, que procuró responder a las pretensiones, más o menos constantes, de las intervenciones externas (Hurrell, 1995; Riggirozzi y Tussie, 2012). De hecho, la evolución del regionalismo latinoamericano se ha caracterizado por una idea constante de integración regional, que defiende los intereses nacionales mediante una intensa actividad diplomática regional (Deciancio, 2016). En el terreno de la salud, las primeras experiencias de cooperación funcional surgieron en el Rio de la Plata, a mediados del siglo XIX, cuando la ola inmigratoria indujo a concertar protocolos compatibles de cuarentena (Herrero y Tussie, 2015).
Como construcción institucional, el regionalismo va más allá de la cooperación transfronteriza, aunque no ha sido lineal ni en el ámbito de las políticas públicas ni en su consolidación institucional; y tampoco ha estado exento de experimentos truncados. Por ello el regionalismo, si bien legítimo, se ha visto en ocasiones cuestionado por los cambios políticos que han afectado, a la vez, a la continuidad de su agenda.
En América Latina, y más recientemente en Europa, las instituciones regionales se han convertido en un foco destacado de contestación sociopolítica. Esto resulta cada vez más claro a medida que la política interna entronca con los resultados de la política regional y se ve influida por esta. Las disputas normativas sobre las instituciones regionales están comenzando a reflejar divisiones ideológicas. En el caso de la Unión Europa (UE), esto se refleja en los referéndums nacionales de continuidad, y, en el caso de América del Sur, en la simple renuncia a la membresía en las instituciones por decisión gubernamental. Lo que se aprecia en ambos casos es frustración social y una falta de credibilidad hacia la gobernanza regional y, en particular, hacia los organismos regionales como instrumentos reguladores. En la UE, las políticas financieras y migratorias generan descontento (Rose 2018; Bulmer y Quaglia, 2018). En América Latina, el decepcionante desempeño económico y el estancamiento político y administrativo —fruto de las divisiones políticas e ideológicas— han conducido al descrédito de las organizaciones regionales (Malamud, 2013; Quiliconi y Rivera, 2019). Ahora bien, en lugar de considerar el regionalismo en América del Sur como una sucesión de fracasos y decepciones, cabe ponderar su alcance en las políticas regionales, incluso en contextos de institucionalización débil, que han definido agendas sociales y de bienestar.
El redescubrimiento de la región como un espacio común que diseña estrategias de política exterior y de cooperación vivió un momento álgido a principios del milenio, cuando se impulsaron nuevos compromisos institucionales en apoyo a formas alternativas de gestionar el desarrollo económico y humano (Riggirozzi y Tussie, 2012; Sanahuja, 2012). Este compromiso no fue menor en países con altos niveles de pobreza, exclusión y desigualdad, que lucharon por movilizar fondos en el ámbito regional para programas de cohesión social, aunque muchas veces sin éxito. El auge regionalista fue particularmente intenso a comienzos de la década de 2000, cuando nuevas formaciones y modalidades regionalistas —aun no estrictamente de integración—, emergieron en ámbitos que iban más allá del plano comercial y de defensa, haciendo hincapié en la agenda social, sobre todo en materia sanitaria y educativa.
Como resultado, nacieron la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur), la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) y la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (Alba). Estas instituciones despertaron el interés político y académico por un perfil que se definió como de “regionalismo posthegemónico” (Riggirozzi y Tussie, 2012). La construcción de este regionalismo supuso una reorganización del escenario regional y un esfuerzo por implementar nuevas agendas de cooperación. Esto no solo resignificó y revalorizó los espacios de acción estatal, sino que dio lugar a nueva concepción sobre lo qué es y para lo que sirve el regionalismo. En este sentido, diversos estudios mostraron los cambios que se produjeron en el abordaje regional sobre los derechos sociales en el campo de la salud (Fourie y Penfold, 2015; Herrero y Tussie, 2015; Riggirozzi, 2017), de las migraciones (Acosta, 2015), y de la educación (Perrotta, 2014).
Las modalidades de acción transfronteriza se manifestaron de la siguiente forma: (i) en la creación de nuevos marcos normativos que permitieron estructurar modelos de gobernanza nacional y regional, y articular redes intergubernamentales de expertos, que encontraron sustento para su acción; (ii) en la facilitación y/o redistribución de recursos materiales y de saberes en apoyo a las políticas públicas; y (iii) en la habilitación de nuevas dinámicas de representación y diplomacia en la región, frente a actores externos (Riggirozzi, 2014: 451).
El caso de las políticas regionales sanitarias fue paradigmático. Por ejemplo, los países del Mercosur, junto con Bolivia y Chile, suscribieron en 2000 la Carta de Compromiso Social de Buenos Aires, que establece un marco de obligaciones para lograr el acceso a servicios integrales en salud. Este marco estipulaba la obligación de los Estados miembros a mejorar la calidad de vida de sus poblaciones, poniendo especial atención en los sectores más vulnerables, con el fin de alcanzar el derecho a la salud para todos. Además, en 2010, el Plan Estratégico de Acción Social (PEAS) del Mercosur estableció la obligación de garantizar el acceso y la calidad integral de los servicios de salud humanizados; desarrollar estrategias coordinadas para la universalización del acceso a los servicios de salud pública; y suministrar información científica y educativa sobre salud sexual y reproductiva, con un enfoque orientado a la reducción de la morbilidad y la mortalidad femenina.
Lo más relevante radicaba en la obligación de armonizar políticas específicas, promoviendo acuerdos regionales que garantizasen el acceso a la salud pública al interior de los Estados y en zonas fronterizas. Por otra parte, también se establecieron otros marcos normativos para regular la donación y el trasplante de órganos (como la implementación del sistema Donasur, de registro de donaciones y trasplantes del Mercosur); y para el regular el control epidemiológico y responder a la propagación del dengue, el zika y el chikungunya (IPPDH, 2016).
En Unasur también se dio un compromiso de apoyo a las políticas sociales. Su gestación, en 2004, se fraguó a partir de tres objetivos principales. Dos de ellos son propios de estas instituciones: revitalizar las relaciones intrarregionales y mejorar las infraestructuras físicas (de carreteras, energías y comunicaciones) para fortalecer desarrollo regional. Pero, junto a esto, había un tercer objetivo dirigido a lograr una mayor cooperación para erradicar la pobreza. Dentro de esta agenda, la salud se convirtió en un área temática inherentemente vinculada a la idea de un giro social del regionalismo (Unasur 2009; Unasur, 2011).
Para avanzar en esta agenda, en 2009 se diseñó un Plan Quinquenal que definió acciones en cinco áreas prioritarias: (i) vigilancia, prevención y control de enfermedades; (2) desarrollo de sistemas de salud universal; (3) información para la implementación y monitoreo de políticas sanitarias; (iv) estrategias para aumentar el acceso a medicinas y fomentar la producción y comercialización de medicamentos genéricos; y (v) creación de capacidades dirigidas a los profesionales de la salud y a los decisores políticos para la formulación, gestión y negociación de políticas de salud a nivel nacional e internacional (Unasur, 2009). También se institucionalizó un grupo de expertos en salud regional, en torno al Instituto Sudamericano de Gobernanza de la Salud (ISAGS), bajo los auspicios del Consejo Sudamericano de Salud. El trabajo del ISAGS proporcionó importantes aportes de investigación para los procesos de toma de decisiones de los ministerios de Salud de los países miembros, así como para la formulación de políticas comunes en respaldo a las negociaciones internacionales (Riggirozzi, 2017).
Tanto el Mercosur como Unasur contribuyeron, por tanto, a la construcción de una nueva diplomacia que generó espacios para aprovechar sus ventajas competitivas y negociar el acceso internacional de sus países a medicamentos. Por ejemplo, el Mercosur se coordinó con Unasur para articular mecanismos de compra conjunta de medicamentos en la Organización Panamericana de la Salud (OPS). Se estableció así un cartel regional de compradores que operaba mediante negociaciones conjuntas, adquisiciones agrupadas, o de ambas maneras, que lograba reducir los precios de los medicamentos de alto costo, como los antivirales, los oncológicos y los tratamientos para la hepatitis C (OPS, 2015; O’Keefe, 2019). En las negociaciones sobre los productos farmacéuticos internacionales, Unasur desarrolló un banco de precios compartidos, al tiempo que entre 2010 y 2015 aseguró la defensa de posiciones coordinadas en las asambleas anuales de la Organización Mundial de la Salud (OMS) (Riggirozzi, 2017). Antes, en 2009, los presidentes del Mercosur también trabajaron en conjunto ante la OMS para lograr la flexibilización de las patentes de los medicamentos, y conseguir que los países latinoamericanos tuviesen más opciones para desarrollar una vacuna contra la gripe A H1N1 (El Comercio, 2009).
Fue así como los países de América del Sur construyeron y coordinaron su soberanía en salud, es decir: mantenían el margen de discrecionalidad política en el ámbito nacional, pero actuaban conjuntamente para aumentar su poder de negociación en situaciones asimétricas. Estas características son centrales para entender el regionalismo posthegemónico. Sin embargo, a partir de 2010 los desafíos estratégicos de los países sudamericanos empezaron a dejar de definirse en términos regionales, para hacerlo cada vez más en términos nacionales, luego de que la región reorientase su compás ideológicopolítico en un contexto económico menos favorable para incentivar la cooperación regional (Sanahuja, 2019). Más aún, la mayor parte de los integrantes de Unasur, que llegó a estar compuesto por 12 países, lo abandonó en 2018, principalmente por diferencias ideológicas. Entre ellos, Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Paraguay, Perú, Ecuador y, ya en 2020, Uruguay.
A diferencia de entonces, actualmente prevalece una total ausencia de coordinación, lo que —ante el impacto del coronavirus— afecta a los sistemas de salud pública y a la economía. La sintonía que exhibía la región ha sido reemplazada por el Foro para el Progreso de América del Sur (Prosur), una formación hibrida, de carácter declaratorio, creada en 2019 por casi los mismos países que salieron de Unasur. Aunque el cambio de paradigma en los procesos regionalistas y de integración parece ineludible conforme cambian las preferencias sociales y electorales, la crisis sanitaria mundial encuentra a America Latina sin parámetros comunes para hacerla frente. En su lugar, se responde con decisiones unilaterales, e incluso defensivas, muchas veces en detrimento de los países vecinos.
La respuesta de los gobiernos ante la nueva pandemia
Una de las características diplomáticas a principios de siglo fue blandir la salud como un parámetro regional. Como se ha indicado, tanto el Mercosur como Unasur, diseñaron estrategias regionales y crearon oportunidades para la producción y comercialización de medicamentos, el intercambio de conocimientos y buenas prácticas y la coordinación de posiciones comunes en los foros multilaterales para la promoción de la equidad en materia de salud.
La pandemia de la enfermedad por coronavirus (Covid-19) alcanzó a América Latina a finales de febrero, cuando Brasil confirmó su primer caso en São Paulo. Cuatro semanas más tarde, el 20 de marzo de 2020, ya se registraban más de 2.000 casos: 981 en Ecuador, 911 en Chile, más de 400 en Argentina y Colombia, y alrededor de 400 en Perú y México, y la tendencia era de claro ascenso (BBC Mundo, 2020a).
Las implicancias del crecimiento exponencial del Covid-19 sobre la salud pública deben ser medidas en términos más amplios, poniéndolas en relación con la vulnerabilidad, las desigualdades y la exclusión de diferentes grupos de población. Sus efectos habrán de ser examinados según el sistema de salud de cada país; a partir de variables de género o edad; en función de la condición de refugiado o migrante de las personas a las que afecte, o según se trate de personas con discapacidad, con enfermedades crónicas no transmisibles, o con enfermedades infecciosas propias de los países menos desarrollados, es decir, con “enfermedades de pobres” que se reproducen en condiciones de precariedad socioeconómica.
Además hay que tener en cuenta las consecuencias económicas que provocará la retracción productiva. Con una recesión que ya empezaba a asomar antes de la pandemia, América Latina enfrentará desafíos políticos severos que conllevarán a su vez riesgos para la seguridad ciudadana. La amenaza del virus es una “tormenta perfecta” de gobernanza.
Los gobiernos de la región han tomado una serie de medidas para proteger a su ciudadanía y contener la propagación de Covid-19, haciéndose eco de las recomendaciones de la OMS. Sin embargo, han puesto el énfasis en dos ejes que entran en tensión con toda respuesta coordinada por una gobernabilidad regional. El primer eje gestiona la crisis sanitaria con políticas de puertas adentro, que impulsan un renacimiento nacionalista que considera que la “seguridad nacional” está amenazada, de modo que lo que cada Estado busca es proteger a sus ciudadanos. Esta interpretación choca con lo que el director general de la OMS, el doctor Tedros Adhanom, ha manifestado, en tanto el Covid-19 representa “una amenaza sin precedentes, pero también es una oportunidad sin precedentes, para unirse como uno contra un enemigo común: un enemigo contra la humanidad”, añadiendo que “ningún país puede abordarla solo” (OMS, 2020).
Específicamente, a 25 de marzo de 2020, Argentina y Colombia habían decretado la cuarentena obligatoria; Bolivia y Chile, el cierre de fronteras; Ecuador y Perú, el toque de queda, además de una suspensión de vuelos generalizada y restricciones en políticas migratorias (BBC Mundo, 2020b). En Chile, Sebastián Piñera ha declarado el estado de excepción, dejando en manos de las Fuerzas Armadas el resguardo de la seguridad interior y la custodia de los servicios sanitarios (Página 12, 2020a).
El segundo eje percibe la salud como un estorbo político. En Brasil y México, pese a que se han registrado muertes a causa del coronavirus, los gobiernos han sido ambiguos en sus medidas y en las restricciones impuestas para frenar la pandemia. Sus líderes, Jair Bolsonaro y Andrés Manuel López Obrador (AMLO), han aparecido en actos populares masivos, y han promovido manifestaciones y movilizaciones políticas (Lissidini, 2020). En Brasil, a pesar de ser una olla de cultivo del virus dada su dimensión geográfica, Bolsonaro ha manifestado su escepticismo sobre la amenaza del coronavirus —al que considera una “pequeña gripe”, o “una fantasía”—, y ha reprendido a los gobernadores por instituir cuarentenas obligatorias en algunos de los principales Estados del país (Página 12, 2020b). Aquí, como en México o en Estados Unidos, la dimensión política y, en gran medida, la motivación económica de evitar el cierre de la actividad productiva y el coste sobre las empresas, parece primar sobre las medidas sanitarias.
Ambas respuestas se alejan de la concepción de la salud englobada en una geopolítica regional y de “soberanía sanitaria”, donde los intereses nacionales se fortalecen de forma coordinada. Más bien, lo nacional reemplaza lo regional por medio de un retorno a las fronteras nacionales, cerradas en muchos casos.
Regionalismo y diplomacia en salud: ¿hay un legado?
Los ya debilitados sistemas de salud pública habrán de afrontar en el corto plazo tanto desafíos nuevos como preexistentes, de higiene y saneamiento, de carácter socioeconómico, y de inequidad. A mediano plazo deberán buscarse formas de canalizar las inversiones, así como de reducir la fragilidad económica y de la población. Todo esto sugiere que será necesaria una mayor cooperación, no solo para enfrentar la pandemia con más coordinación en la vigilancia epidemiológica y en el intercambio de información, sino también para fortalecer las políticas públicas de los Estados.
La cooperación en materia de salud acumula una larga trayectoria en la región y se ha demostrado que se pueden alcanzar consensos regionales, a pesar de las divergencias entre los países. América del Sur es una de las regiones del mundo que ha dado mayores pasos en la promoción de la cooperación regional. Así, uno de los aprendizajes de las experiencias de Unasur y del Mercosur es que los organismos regionales pueden proporcionar recursos normativos e institucionales para armonizar políticas y definir estrategias regionales, en lo que Acharya denomina “congruencia normativa” (2011). Asimismo, el valor agregado de la gobernanza regional se aprecia en la capacidad de las organizaciones para “traducir” las reglas internacionales a los entornos locales, fusionándose a menudo con normas vigentes en la región y en los ámbitos domésticos.
En segundo lugar, los organismos regionales pueden facilitar la movilización de recursos humanos, financieros y de conocimiento, en apoyo de las políticas sociales. Y pueden respaldar la continuidad en la cadena de producción y suministro de productos críticos —vacunas, dispositivos anticonceptivos, de inmunización, alimentos—, que de otro modo podrían verse interrumpidos por el impacto de Covid-19. Esto es clave si se tiene en cuenta que la escasez o interrupción del suministro de productos y servicios médicos acrecienta el riesgo de muerte por abortos inseguros o embarazos adolescentes que, entre otras cuestiones, representan un desafío para la salud pública en América Latina. Finalmente, los organismos regionales abren oportunidades para la promoción y la acción política colectiva en foros internacionales en los que se acuerdan los flujos de inversión para los sistemas sanitarios y el apoyo humanitario en escenarios de crisis.
En el actual contexto de pujas y realineamientos los incentivos varían. Es difícil pensar que una gestión de la salud vinculada al renacimiento nacionalista y a su interpretación como estorbo político, pueda generar lógicas integracionistas. Aun así, las dinámicas de regionalización transfronterizas podrían encontrar maneras de avanzar en la agenda política y en prácticas específicas. Los miembros del Mercosur ya han acordado compartir información y estadísticas sobre la evolución del coronavirus, como parte de una estrategia común destinada a combatir la pandemia, y a eliminar obstáculos que podrían dificultar o impedir el tránsito de suministros y elementos esenciales, como alimentos, productos de higiene y de cuidado de la salud. Los países del Prosur y de la CELAC también se han pronunciado a favor de compartir información y datos de vigilancia epidemiológica, así como de elaborar propuestas comunes.
Probablemente, una de las principales lecciones que evidencie esta crisis de salud pública mundial, consista en subrayar la importancia social y política del regionalismo. Si es así, es posible que la cooperación regional pueda recuperarse como una herramienta fundamental para la gobernanza en lugar de ser la primera víctima política del coronavirus.
Pia Riggirozzi es doctora en Política y Estudios Internacionales por la Universidad de Warwick. Magíster en Relaciones Internacionales por la Universidad de Miami y Magíster en
Relaciones Internacionales por la FLACSO. Actualmente es profesora de Política Global en la Universidad de Southampton.
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